JOYAS OCULTAS

Hay sitios que no salen en los mapas turísticos de siempre. Son esos lugares que solo se descubren si te dejas llevar, como Luang Prabang, en Laos, donde los monjes de túnica naranja cruzan el amanecer en un silencio que se siente más que se oye. El aire huele a incienso, y por un momento parece que el tiempo se detiene.

Hay caminos que no siguen rutas marcadas, como los callejones de Matera, en Italia, donde las casas están literalmente excavadas en la piedra y cada esquina guarda siglos de historias. Dormir en una de esas cuevas es una de esas experiencias que se quedan contigo para siempre.

O como descubrir maravillas escondidas, como el Monasterio de Ostrog en Montenegro, un santuario blanco esculpido en un acantilado imposible que se convierte en un lugar de peregrinaje silencioso, alejado del ruido del mundo.

O caminar entre los restos silenciosos de Tikal, en Guatemala, cuando el primer sol tiñe de oro las antiguas pirámides mayas, y los monos aulladores son el único sonido que rompe el alba.

Y entonces sigues andando, sin un destino claro, solo con esa intuición que a veces te lleva justo donde tienes que estar.

Como en Chefchaouen, ese rincón azul en Marruecos que no parece real. Te pierdes entre callejones que suben y bajan como olas, y con cada paso sentís que algo se acomoda por dentro. Hay un silencio distinto ahí, suave, que te invita a quedarte un rato más.

O cuando madrugas en el lago Bled, en Eslovenia, y descubres que el agua puede parecer de vidrio. Tomas una barca y remas despacio hacia esa isla diminuta con su campana antigua. Todo es tan quieto que te escuchas pensar, y por un momento no quieres estar en ningún otro lugar.

En Gjirokastër, Albania, el tiempo tiene otra lógica. Caminas entre casas de piedra que guardan generaciones enteras, y sentís que cada escalón tiene algo para decir. Te sientes en una terraza con vistas al valle, y entiendes que hay paisajes que no necesitan filtros.

Y después está Ani, en Turquía. Una ciudad olvidada en el borde del mundo. Caminas entre sus ruinas solitarias, donde las piedras hablan en voz baja. El viento te envuelve como si te conociera, y aunque no hay nadie, sientes que no estás solo. Es de esos lugares donde el silencio no asusta, sino que abraza.

Y justo cuando crees que ya nada puede sorprenderte, aparece otro lugar que no buscabas.

Como cuando llegas a Kotor, en Montenegro, y te asomas a la bahía desde lo alto de la fortaleza. El mar se cuela entre montañas como si estuviera escondido, y el aire huele a sal y piedra caliente. Subes los escalones antiguos sin prisa, y arriba el silencio lo envuelve todo, salvo por alguna campana lejana.

O cuando cruzas la frontera hacia Mostar, en Bosnia y Herzegovina, y ves el viejo puente reconstruido como si siempre hubiera estado ahí. Caminas por las calles de piedra y escuchas el rumor del río Neretva justo debajo. Te paras a mirar cómo saltan desde lo alto, como si el vértigo fuera parte de la vida cotidiana.

Te aventuras por los caminos polvorientos del desierto del Wadi Rum, en Jordania, y entiendes que el rojo también puede ser un color sereno. Duermes bajo las estrellas, sin más techo que el cielo, y el silencio del desierto te deja una paz que no sabías que necesitabas. Allí, la noche no da miedo. Solo invita.

Y un día acabas en Albarracín, en Teruel, sin saber bien cómo. Un pueblo que parece sacado de un libro antiguo, donde todo es piedra, madera y aire limpio. Subes por sus calles estrechas, rozando las paredes con los dedos, y te das cuenta de que hay belleza en lo sencillo, en lo que no ha cambiado demasiado.

A veces no hace falta buscar demasiado, solo estar dispuesto a dejarse sorprender. Como en Giethoorn, en los Países Bajos, donde no hay coches y todo se mueve al ritmo del agua. Caminas por senderos de césped entre canales y techos de paja, y escuchas el sonido suave de una barca deslizándose. Allí, la vida parece susurrar en vez de hablar, y te descubres sonriendo sin razón.

O cuando tomas una carretera estrecha en los Pirineos franceses y acabas en Saint-Cirq-Lapopie, colgado sobre un río que parece detenido en el tiempo. Las fachadas medievales, las callejuelas empedradas y las flores en cada ventana te hacen pensar que quizá la vida, en algún lugar, sigue siendo sencilla y lenta. Allí, hasta el viento camina despacio.

Después llegas a Sibiu, en Rumanía, y no esperabas encontrarte con tejados que parecen tener ojos. Caminas por su casco antiguo sin mapas, dejándote llevar. Hay plazas que huelen a pan recién hecho, a historias sajonas y a tardes eternas. En Sibiu, todo parece haber sido construido para durar, para que no te olvides de volver.

Y un día acabas en Marfa, en el desierto de Texas. Un lugar donde el arte moderno se mezcla con vaqueros de verdad, y las noches parecen inventadas por alguien con mucha imaginación. Te tumbas en mitad del campo a esperar las luces misteriosas que dicen que aparecen sin razón. No sabes si las verás, pero por alguna razón, eso ya no importa.