FESTIVAL Y TRADICIONES

Y luego están esas noches que no se olvidan, como dormir en pleno Wadi Rum, en Jordania, bajo un cielo de millones de estrellas. Allí, entre dunas y hogueras, compartiendo pan recién hecho con los beduinos, entiendes que hay una forma de viajar que va mucho más allá de lo que ves.

O como adentrarse en los arrozales de Mu Cang Chai, en Vietnam, donde los campesinos te reciben con una sonrisa franca y, sin palabras, te enseñan a plantar arroz, entendiendo que en lo más simple a veces está lo más verdadero.

O recoger moras silvestres con una anciana en un bosque de Lituania, mientras ella te cuenta, en voz baja, historias de duendes y espíritus del bosque. Al volver, en su cocina de madera, hornean juntos una tarta sencilla, con olor a canela y humo. Afuera llueve despacio, y el té de hierbas se enfría lento, como si el tiempo se hubiera detenido.

O como ver amanecer en un tren que cruza Sri Lanka, con la cabeza asomada por la puerta abierta, mientras las colinas de té se despliegan como un mar verde sin final. Te ofrecen fruta cortada con sal y chile, y tú solo puedes sonreír. Porque en ese momento no te falta nada.

O acompañar a un apicultor en las colinas de Umbría, en Italia, mientras revisa sus colmenas al amanecer. El zumbido de las abejas se mezcla con el olor dulce del tomillo y el sonido de las cigarras. Al final del día, untas pan rústico con miel recién extraída y entiendes, sin palabras, por qué él nunca ha querido irse de allí.

O encontrarte con una familia en las montañas de Georgia, en una aldea sin nombre, donde te invitan a pasar y compartir khachapuri caliente, vino casero y una sobremesa en la que no importa el idioma. Solo las miradas, las risas, y ese calor de hogar que aparece donde menos lo esperas.

O dejarte llevar por la música de un tabanco en Jerez de la Frontera, donde el flamenco no es espectáculo, sino vida que se canta y se duele. Entras por casualidad, pero sales tocado. Porque hay noches que te rompen un poco por dentro, pero para bien.

O como compartir una ceremonia del cacao en lo alto de San Marcos La Laguna, a orillas del lago Atitlán, en Guatemala. Te sientas en círculo, rodeado de desconocidos que no lo son tanto, y al primer sorbo entiendes que hay formas de abrir el corazón que no pasan por las palabras.

O dejarte llevar por una noche en el Sáhara marroquí, donde el cielo parece tan cerca que podrías tocarlo. Te tumbas en la arena todavía caliente, y entre canciones que no entiendes del todo, te das cuenta de que no necesitas entender para sentirte en casa.

O aprender a hacer mochi con una familia japonesa en un pueblo cerca de Takayama. Te enseñan a golpear el arroz, a moldearlo con las manos húmedas, y mientras lo haces, descubres que compartir una receta también es compartir una historia.

O perderte en una pulpería gallega un día de lluvia, donde el fuego está encendido y el pulpo humea sobre la tabla. Te sirven vino en taza blanca, y te miras alrededor: gente hablando alto, riendo, discutiendo… y tú ahí, parte de algo que no sabías que necesitabas.

Y luego están esas noches que no se olvidan, como cuando te invitan a un hammam tradicional en Fez, Marruecos. El vapor lo envuelve todo y el tiempo se disuelve entre charlas suaves y cubos de agua caliente. Una mujer te lava el pelo como si fueras su hija, y por un momento, entiendes que el cuidado también es una forma de lenguaje.

O como cuando pasas unos días en una yurta en las estepas de Mongolia, donde el viento no se calla nunca y el cielo parece no tener fin. Ayudas a ordeñar cabras, compartes leche fermentada que no sabías que te iba a gustar, y en la noche, al calor del fuego, alguien canta algo que no entiendes… pero sientes que igual te habla a ti.

O aprender a preparar injera con una familia en Lalibela, Etiopía, mientras los niños corretean descalzos entre casas de adobe. La madre te enseña con paciencia cómo extender la masa en la plancha caliente, y entre risas, te das cuenta de que a veces las manos dicen más que las palabras.

Y entonces cruzas el océano y te encuentras en Chimayó, Nuevo México, en una pequeña capilla en medio del desierto. No hay nadie más, solo velas encendidas y el murmullo del viento entre los árboles secos. Tomas un poco de tierra santa, como hacen los peregrinos, y sin entender del todo por qué, te conmueves. Porque a veces, lo sagrado se siente antes de entenderse.